UNA EXPERIENCIA DE LO SUBLIME

El estanque de los reflejos. Richard Haag, paisajista. 1984. Foto: Dick Busher
Amo los libros porque te llevan a lugares sorprendentes, a veces y de una manera casual. Esta es otra historia personal que, en mi caso, se produjo como consecuencia de estímulos que surgieron de la lectura de un libro sobre la práctica del paisajismo en los Estados Unidos y la visión de una imagen subyugante que reflejaba un estanque en medio de un bosque.

A comienzos de los años 90 adquirí un libro titulado Invisible Gardens (Jardines invisibles) de la profesora de Melanie Simo. Aquel texto hacía una reflexión sobre el papel de determinados personajes en el desarrollo de la jardinería, el paisajismo y el proyecto del territorio en América durante todo el siglo XX. Partiendo de la presencia seminal de Frederick Law Olmsted, la profesora Simo introducía a gente como Roberto Burle Marx, Thomas Church y Hideo Sasaki, director del Departamento de Paisaje en la Graduate School of Design de Harvard, a partir de 1958.
La autora, en un momento dado reconocía también el papel artístico de Richard Haag en el desarrollo de una práctica paisajística muy ligada al extremo respeto de las preexistencias y en la reinterpretación de lo natural, introduciendo planteamientos muy ligados a la filosofía zen. Algo interrelacionado con la preservación del paisaje heredado en un mundo asediado por unas transformaciones masivas de la biosfera. En Jardines Invisibles aparecía un trabajo de Haag, situado en una isla del Puget Sound frente a la ciudad de Seattle. Se definía como la Reserva Bloedel y era una especie de santuario botánico en el que, en los años 60, un millonario filántropo llamado Prentice Bloedel había decidido recrear como un espacio trascendente y sublime. Según he sabido posteriormente, fue una consecuencia de su fascinación y preocupación por la conservación futura de los bosques septentrionales americanos de coníferas.
Debido a una casualidad totalmente fortuita, años después iría con mi familia de vacaciones a visitar el sorprendente estado de Washington en la costa noroeste de los Estados Unidos. Fue un viaje a la aventura que surgió de la posibilidad de contar con una anfitriona en el lugar, una profesora canaria que estaba efectuando un intercambio educativo de un año en aquel lugar remoto. Lo cierto es que no pudimos contactar con ella allí, pero el desplazamiento si lo realizaríamos con la incertidumbre que supone acceder a un lugar totalmente desconocido y del que no teníamos casi referencias.
Después de un tempestuoso viaje aéreo de más de un día con escala en múltiples lugares, como Ámsterdam, Glasgow y Detroit, acabaríamos desembarcando a altas horas de la noche en la ciudad de Seattle. Un extenso territorio urbanizado, muy diferente a nuestro lugar habitual, en el que me adentré recorriendo la I-5, esa autopista que transita todo el litoral oeste de los Estados Unidos, desde el sur de California hasta la frontera con Canadá. Mientras conducía el coche que habíamos alquilado, escrutaba con intriga aquella extensa región de fábricas, suburbios y bosques que integran la intrincada costa de Washington. Esa noche recorrería los escasos kilómetros que separaban el aeropuerto de la ciudad en la soledad de mis pensamientos, mientras el resto de mi familia dormitaba con intensidad después de un viaje sumamente agotador. 
 Vista del prado de acceso. Bloedel Reserve. Foto: agrayday, Flickr
Un par de días después -ya más relajados y hechos al lugar- decidimos visitar la Bloedel Reserve, de la que tenía noticias vagas y en la que había que reservar con antelación para poder acceder. Muchos años atrás, Bloedel, su promotor y fundador, había establecido que para poder disfrutar aquel espacio había que recorrerlo en solitario o acompañado por escasas personas. Se trataba de conseguir que la contemplación de aquellos escenarios naturales pudiera producir ese efecto inspirador de belleza y grandeza que solo lo salvaje otorga.
En aquella visita, nosotros también quedaríamos fascinados por lo que allí veríamos. Nos cautivaría tanto por su magia natural como -también hay que decirlo- por sus increíbles entornos artificializados, integrados muy sutilmente dentro del bosque originario. Entonces no llegaría a comprender cabalmente las razones de aquella maravilla; tendría que esperar a otras experiencias sorprendentes que le dieran un sentido más profundo. Una de ellas fue conocer personalmente a Richard Haag y disfrutar transitoriamente de su amistad y su temperamento expansivo. Otra sería el descubrimiento de algunos jardines franceses, en los que se inspirarían las magníficas recreaciones territoriales de André Le Notre, y que introducen orden intelectual en el aparente bello caos del mundo natural.
La vegetación exótica en el entorno pantanoso. Bloedel Reserve. Foto: Dick Busher
 El recorrido de la Reserva Bloedel había que realizarlo necesariamente a pie y se iniciaba en una pequeña caseta de recepción que aprovechaba un antiguo cobertizo, junto a la verja de la entrada. Un punto de acceso que abría la vista hacia un recinto de varias hectáreas que seguramente habría sido cultivado en el pasado y entonces estaba cubierto de una ligera hierba uniforme. Desde allí partía un sendero atravesando un prado, cuyo pasto alto y agostado permitía ver en sus laterales y en el fondo lejano la presencia del bosque natural, con una disposición dispersa y aleatoria de coníferas, pinos ponderosa, abetos, etc.
A medida que nos íbamos aproximando al telón boscoso, la vegetación empezaba a densificarse y hacerse más umbría. En un momento dado entraríamos en el follaje de aquellos inmensos árboles de hoja perenne. Allí atravesaríamos un conjunto de estanques y zonas pantanosas en las que se podía oír el canto de los pájaros y sentarse en unos bancos dispuestos estratégicamente para disfrutar de las vistas pintorescas. Posteriormente, accedimos por su lado más estrecho a un espacio rectangular abierto en medio de las altas coníferas, que se componía de un seto de boj perfectamente recortado y un estanque rectangular alargado que permitía percibir al fondo las nubes y la luz grisácea del cielo. Fue un momento excelso al pasar repentinamente de la oscuridad sombría a la luz esplendente y que disfrutaríamos con intensidad.
 El jardín de los musgos. Bloedel Reserve. Foto: Laorent100, Flickr
A medida que nos íbamos aproximando al telón boscoso, la vegetación empezaba a densificarse y hacerse más umbría. En un momento dado entraríamos en el follaje de aquellos inmensos árboles de hoja perenne. Allí atravesaríamos un conjunto de estanques y zonas pantanosas en las que se podía oír el canto de los pájaros y sentarse en unos bancos dispuestos estratégicamente para disfrutar de las vistas pintorescas. Posteriormente, accedimos por su lado más estrecho a un espacio rectangular abierto en medio de las altas coníferas, que se componía de un seto de boj perfectamente recortado y un estanque rectangular alargado que permitía percibir al fondo las nubes y la luz grisácea del cielo. Fue un momento excelso al pasar repentinamente de la oscuridad sombría a la luz esplendente y que disfrutaríamos con intensidad.

 El jardín de los planos (desaparecido). Versión original de la propuesta de R.Haag. Bloedel Reserve
El siguiente tramo discurría otra vez por una zona de bosque muy densa, donde se concentraban numerosos árboles caídos cubiertos de musgos y mohos de los más fantásticos colores y formas. La percepción de la decadencia de las masas vegetales ofrecía un aspecto sobrecogedor y hacia que se recorriera con temor. Al cabo de algunos minutos llegaríamos a un pequeño pabellón japonés frente al cual se desplegaba un pequeño jardín pétreo a la manera del que existe en el templo de Ryoanji de Kioto. Allí nos sentaríamos en las gradas de madera situadas en el exterior del edificio para contemplar la composición de pequeñas colinas en el fondo, cubiertas de hierbas que formaban sutiles variaciones cromáticas sobre el verde.

 Le Moulin. Jardin del castillo de Courances al sureste de París. Foto: milacasse, Flickr
 La visita se complementaba con un acceso a la casa original -en la que Prentice y Virginia Bloedel habían vivido largas temporadas- flanqueada por una terraza que comunicaba directamente con el Puget Sound, esa inmensa bahía a modo de fiordo que se adentra desde el Pacífico y en la que se vislumbraba en la otra orilla, la ciudad de Seattle.
De vuelta a casa y a lo largo del tiempo, leería con fruición para entender la forma en que Richard Haag planteó esos espacios y su idea de recrear el “satori”, ese recorrido iniciático hacia la iluminación que constituye una parte esencial de la filosofía religiosa zen. Toda aquella organización espacial que habíamos disfrutado era el resultado de un esfuerzo ingente de reconstrucción de lo natural para recrear cuatro sutiles jardines en el bosque. Haag los bautizaría como el santuario de las aves, y los jardines del reflejo, de los musgos y de los planos. Estos últimos contenían originalmente una reinterpretación contemporánea de la organización clásica de los jardines de Muso Soseki y, especialmente de Ryoanji, utilizando allí la grava rastrillada para crear dos pequeñas pirámides simétricas e invertidas que querrían simbolizar la dualidad del ying y el yang, y que, posteriormente sería redefinida de una manera más convencional.
La propuesta de Haag es heredera de una concepción romántica del paisaje que se remonta tan atrás como el siglo XVIII, cuando Edmund Burke publicaría aquel ensayo titulado A philosophical enquiry into the origin of our ideas of the sublime and the beautiful (Una investigación filosófica sobre el origen de nuestras ideas de lo sublime y lo bello). Como ha señalado Elizabeth K. Meyer, en relación a las ideas de Burke, “lo sublime se refiere a aquello que afecta nuestra mente con un sentimiento de grandeza y poder irresistible que nos inspira emociones de temor y profunda reverencia y que, generalmente, se produce en la contemplación de perspectivas largas, vastos paisajes o espacios intensamente naturales”. Un camino que luego seguiría la escuela paisajística del pintoresquismo británico, aquella que reivindicaría implícitamente una intervención transformadora de la realidad territorial en la búsqueda de la mejor armonía y belleza de los lugares, mediante el movimiento del suelo y la plantación calculada de vegetación.

Jardines en el bosque. Proyecto de R. Haag para la Bloedel Reserve, 1984
En cierta medida, la estrategia de diseño empleada en la Reserva Bloedel es heredera de esa idea de lo pintoresco en el diseño del paisaje y el valor de lo natural como esencia de una cultura. Una concepción que han seguido tantos y tantos artistas americanos, desde Walt Whitman y Ralph Waldo Emerson hasta Robert Smithson, pasando naturalmente por Frederick Law Olmsted. Allí, Haag utilizaría una forma de composición dual basada en una contraposición de opuestos: la oscuridad frente a la luz; lo decrépito y muerto frente al vigor de la vida; lo informe y caótico frente a lo extremadamente ordenado. La idea de que se puede lograr una conjunción pacífica y sumamente rica de lo que existe en un lugar con la importación y diseminación de ejemplares animales y vegetales exóticos. Una mezcla en la que pueden convivir adecuadamente los diferentes en una sutil metáfora de la emigración de las especies.
Pero lo más importante, que nos aporta esta visión de lo natural es el recordatorio de que ese espacio en el que habitamos, lo que algunos han bautizado como tecnobiósfera, es un lugar en el que debemos y podemos convivir con los “otros” de una manera que enriquece a todos. Y eso incluye a los otros seres vivos que nos acompañan en este punto del universo, a los que no podemos arrasar sin consecuencias también para nosotros. Haag nos lo recuerda en un pequeño texto suyo que dice lo siguiente:
La esencia seminal de la primitiva relación de la humanidad con la naturaleza fue la génesis del jardín placentero. Esta historia de amor primigenia está codificada en el genotipo de cada persona. Las formas arquetípicas del paisaje expresan sutilmente esta relación. 
Espiral de alamos temblorosos. Proyecto de jardín de Richard Haag, 2002

Años después conocería personalmente, a Richard Haag y a su compañera y esposa, Cheryl Trivison. Dos personas encantadoras con esa clase característica que solo tienen algunos intelectuales americanos, entre rústica, franca y extremadamente cultivada. Le había propuesto que explicara los jardines Bloedel en un curso que organicé en la Universidad de Alcalá de Henares. Para ello, hizo una presentación sobrecogedora en la que nos hizo ver, a través de imágenes de una alta intensidad, la forma en que se puede sentir la reconstrucción poética de lo natural como una experiencia sublime de comunicación y amor hacia la naturaleza.
La Reserva Bloedel es uno de esos lugares maravillosos, ocultos y anónimos, que se descubren con dificultad y que, sin embargo, nos llegan a lo más íntimo porque ofrecen verdaderas experiencias enriquecedoras y gratificantes. Sitios que busco con ahínco y que no tienen nada que ver con esos productos culturales enlatados y trivializados que nos vende la industria turística de masas.

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