UN PERIPLO POR EL CENTRO DE EUROPA

Uno de los vitrales del muro curvo de la Capilla de Ronchamp de Le Corbusier. Foto: Scarletgreen, Flickr
Hace ya 35 años hice un viaje a varios países europeos, aprovechando ese billete llamado Inter Rail que permite viajar sin restricciones durante un mes, utilizando las distintas redes de ferrocarriles nacionales. Surgió del deseo irrefrenable de conocer en vivo algunas obras relevantes de la arquitectura contemporánea. Este es la narración de lo que me aconteció en aquellos días.

Dice Claudio Magris en su libro El infinito viajar de 2005, una magnífica recopilación de relatos de lugares y visitas, que cada cual atraviesa un lugar con un ritmo particular. Unos van deprisa, otros remolonean. El paisaje es estratificación de tierra y de historia. No es solo naturaleza y arquitectura, golfos, bosques y casas, senderos de hierba y de piedra; es también y sobre todo sociedad, personas, gestos, costumbres, prejuicios, pasiones, alimento, fez.

<---Solo con la muerte cesa el status viagiatoris del hombre, su condición natural de viajero en constante búsqueda de las razones profundas de la existencia, recuerda también el gran teólogo católico, Karl Rahner. El viaje es un experiencia personal que nos retrotrae a aquellas épocas remotas en las que la humanidad recorría incansablemente las sabanas en la persecución de sustento. Algo parecido a uno de esos cuentos personales de Magris, en las que se exponen impresiones personales ligadas a la cultura, es lo que pretendo transmitirles en este mi viaje por la Mitteleuropa a la que siempre se refiere el escritor de Trieste, o más precisamente, en mi caso, a le centre de l’Europe. En ese viaje de 1972, que realice en escasos tres días entre Suiza, Francia y Alemania, puedo decir que empecé a apreciar el valor de la arquitectura.
A veces algunos lugares te hablan con intensidad y claridad exponiéndote algo que te resulta inesperado. Puede ser el resultado de la poesía, aquél lenguaje que nos une a los hombres que nos han precedido. Mi historia comienza en verano en la pequeña ciudad de Lausanne, frente al lago de Leman en la Suiza francófona, a la que habíamos acudido a disfrutar de la hospitalidad de la hermana de uno de mis compañeros de viaje. Ella hizo de cicerone para nosotros y nos enseñó algo de las pintorescas costumbres locales en una época en que, en España, estábamos en unas condiciones económicas y culturales sensiblemente diferentes. Recuerdo que visitamos Ginebra la ciudad de Calvino, cuyo escueto busto conmemorativo visitamos en una recoleta plaza.
Este fue un periplo que hice también en la soledad de mis pensamientos, cuando decidí abandonar a mis amigos por unos días y visitar algunas obras de Le Corbusier en ese territorio ambiguo de frontera situado al Este de Francia. En Ginebra pude acercarme también a una de las primeras obras de Le Corbusier, la Maison Clarté. Un edificio residencial de una claridad espacial intachable, que aun hoy en día conserva su carácter. Un volumen simple en el que predomina la preocupación por mejorar el entorno doméstico, basándose en herramientas simples y de sentido común, como la limpieza volumétrica de las estancias, el control de la luz y una adecuada relación con el paisaje urbano circundante. La Maison Clarté es una obra que ha aguantado con dignidad el dictamen del tiempo y en la que los toldos rojizos son unos elementos que le conceden una apariencia característica. En su zócalo curvo de piezas de pavés se insertan tiendas que ofrecen una escala amable de contacto con la calle. También aparece uno de aquellos característicos pórticos de hormigón que definen el acceso a muchos edificios de Le Corbusier. En aquel momento, la organización en dos plantas de las viviendas le pareció genial a un inexperto estudiante de arquitectura acostumbrado a las casas convencionales de su tierra.
Cargado con mi mochila y saco de dormir abandoné la seguridad de la estancia que me acogía para adentrarme en un territorio del que desconocía casi todo: el idioma, las costumbres, los lugares. Por no conocer ni sabía donde se encontraban aquellos edificios de los que había visto unas fotos impactantes en color de un pequeño libro de un italiano (siempre los italianos me precedían), Vittorio Franchetti Pardo, dedicado a la divulgación popular de la obra del arquitecto. Era una simple guía, titulada Le Corbusier de la serie Los diamantes del arte y publicado en 1967 por la editorial Toray-Sadea.

El espacio ceremonial de la capilla del Convento de la Tourette. Foto: Doctor Casino, Flickr

<---Lo que si sabía a mis diecinueve años es que el convento de La Tourette se había construido en las cercanías de la ciudad de Lyon, por encargo de unos monjes dominicos, escasos años atrás. Y Lyon estaba a 150 kms de Ginebra y Lausana, donde me encontraba.
Así que me planté en la oficina de información de la estación Perrache de Lyon con mi escueto equipaje, después de un pequeño viaje en tren desde las orillas del lago de Leman. Allí traté de indagar cuales eran las localizaciones de aquellas obras de Le Corbusier que más me sonaban, el convento de La Tourette y la capilla de Ronchamp. Mi interlocutora no imaginaba de qué le hablaba aunque intenté explicárselo en inglés y castellano. Después de múltiples conversaciones con otros compañeros y consultas a guías, supimos finalmente que el desconocido monasterio se encontraba en un pequeño pueblecito a las afueras de la ciudad llamado Eveux sur l’Arbresle, al que se podía acceder en tren en dirección a Roanne. También me informaron amablemente sobre el camino para llegar a Rochamp, situado más al norte, casi en Alemania. Así que después del almuerzo me dispuse a coger mi transporte, llegando al destino cercano hacia el atardecer.
Eveux es un pequeño caserío en la campiña del país de l’Arbresle, junto a un afluente del río Ródano. En mi ignorancia juvenil ni me había planteado donde se podía dormir en un sitio así. Preguntando a personas del lugar me sugirieron un camping que, casualmente, se encontraba en las proximidades de mi objetivo.
Llegado a las instalaciones que me recomendaron, solicité un lugar para dormir y cual no sería mi sorpresa cuando me encontré frente a una pequeña parcela de terreno de 5 por 6 metros con un pequeño enchufe por todo equipamiento. Allí dejé mi mochila al atardecer, embargado por un sentimiento de perplejidad. Unas horas más tarde, tras el oscurecimiento nocturno, extendí mi saco sobre el suelo y me dispuse a pasar la noche de aquella extraña manera, rodeado de roulottes y casetas.

La silueta del Convento de la Tourette, visto desde el camino de acceso. Foto: Minke Wagenaar, Flickr

La luz del amanecer se presentó pronto sobre unas montañas próximas y después de asearme en el baño común, recogí mis cosas y me dispuse a recorrer el corto trayecto hasta el vecino monasterio de la Tourette. Me adentré en un pequeño bosquecillo por un camino rural de tierra, a través del cual vislumbré enseguida la característica silueta del edificio, coronada por su campanario de hormigón.
Me encontré la conserjería a la entrada, un lugar compuesto por unos módulos de formas orgánicas situado al cruzar, otra vez, uno de esos umbrales de hormigón, tan parecido a tantos otros portales que señalan la entrada a los edificios de Le Corbusier, como aquel que precede a la Cité de Refuge de París y, por supuesto, el que existía en la Maison Clarté. El espacio de la entrada incluía también un pequeño banco, preparado estratégicamente para recibir al cansado caminante.

Banco en el acceso al convento. Foto: Minke Wagennar, Flickr

En ese momento, los monjes desayunaban en el refectorio pero, muy amablemente, me dejaron circular por su interior sin problemas. Al recorrer los pasillos del claustro en U, entré en la famosa capilla cúbica sobre basamento en cruz y cubierta piramidal. Una de las cosas que más me gustaron fue aquella relación tan magnífica de los espacios interiores con las vistas del paisaje a través de aquellas ventanas de hormigón ritmadas musicalmente. Casi se podría decir que La arquitectura es la solidificación de la música, de acuerdo al gran Víctor Hugo. De alguna manera se palpaban las ideas musicales de Iannis Xenakis, un ingeniero y músico que trabajó con Le Corbusier, considerado uno de los creadores del movimiento estocástico sobre el que, años después, descubriría su participación en la formalización del Modulor.
Ver la austeridad de las celdas me reconfortó, en el pensamiento sobre lo poco que se necesita para llevar una vida de plenitud espiritual y personal. La iglesia me pareció también un espacio ceremonial muy adecuado al carácter monacal de sus usuarios. Un prisma monumental de hormigón; un espacio de una austeridad espartana en la que se recurría apenas a la introducción de elementos figurativos, junto a un lacónico mobiliario reducido a los bancos y el altar.
Sin embargo, el espacio que me causó mayor impacto fue la capilla semienterrada junto a la iglesia en la que los monjes celebraban cada mañana su primera misa bajo los lucernarios de colores puros, rojos, amarillos y azules. El edificio de reciente factura entonces -en aquel momento tenía escasamente una docena de años- producía un impacto extraordinario y se insertaba con una gran sabiduría en el lugar. Su lenguaje era de una gran sobriedad, expresando así poéticamente y de una manera magistral la visión del mundo que tenía la congregación que habían sido los clientes del arquitecto
Años después me enteraría que el propio convento disponía de una hospedería para los peregrinos y visitantes. Hoy, el lugar se encuentra prácticamente abandonado y en una situación complicada que demanda una intervención publica para lograr la recuperación de este interesante monumento de la arquitectura francesa.
De vuelta a Lyon me encaminé hacia mi siguiente lugar de peregrinación, Ronchamp, para lo que seguí la ruta que me habían recomendado hacia el Norte, atravesando aquellas tierras del Franco Condado, vecinas al macizo del Jura.
A Ronchamp, llegué nuevamente al caer la tarde y esta vez logré alquilar una pequeña habitación en una coqueta pensión con restaurante. Bajé a cenar y, en mi incapacidad para comunicarme, pedí el menú del día. Recibí a cambio un regalo digno de dioses, una de las mejores sopas de verduras que recuerdo. Un plato que inició una opípara comida típica de esa región al Este de Francia; regada con su correspondiente vino de la tierra, naturalmente. Después de dos días a base de bocadillos, esa comida me supo a algo tan maravilloso que aun recuerdo con deleite después de tantos años. Desde entonces tengo en gran consideración a la gastronomía francesa.
Ya descansado al día siguiente, a media mañana me encaminé hacia la famosísima capilla. Subiendo por una cuesta iba acompañado por otros peregrinos de la arquitectura, gentes venidas de lugares cercanos y lejanos. Para mí, la Chapelle de Notre Dame du Haut era un edificio de Le Corbusier que se presentaba enigmático en las fotografías y que entendí de alguna manera en el lugar.
Frente al racionalismo cubista del grueso de la obra de aquel arquitecto, allí, en Ronchamp, había desplegado toda una sinfonía de muros curvos punteados por curiosas ventanas en nicho; un único espacio rematado por una enorme cubierta que se asemejaba a una gran cáscara de molusco. El contrapunto de las torres y el campanario parecía rematar aquella composición fantástica.
Pasada la Maison des Pelerins, en lo alto de la colina, existe una pequeña explanada sobre la que se sitúa el edificio, rodeado de una pequeña masa boscosa; mientras en el otro extremo de la superficie, en los bocetos previos, se dispuso una gran plataforma en voladizo que, en el proyecto definitivo, se sustituyó por un graderío en pirámide para poder contemplar descansadamente las formas barrocas de la capilla proyectadas al exterior. La disposición de los lienzos de muro funciona como una especie de embudo que atrae, tanto a los visitantes como a la propia energía visual del paisaje circundante, estableciendo una relación invisible con las ondulaciones de la campiña lejana.

El muro perforado de la Chapelle de Ronchamp visto desde el interior. Foto: Claude05, Flickr

Es curioso que Le Corbusier, siendo no creyente, pusiera un empeño extraordinario en esta obra religiosa. No obstante, y como señala William Curtis en Ideas y formas, el arquitecto solía ver la naturaleza y el orden arquitectónico como manifestaciones de una presencia espiritual vagamente definida.
La capilla de Ronchamp ha sido ampliamente estudiada y descrita por numerosos autores contemporáneos y a ellos me remito, para su interpretación profunda. No obstante, un aspecto que me resultó muy curioso fue que, en cualquier rincón de la capilla, se encuentran referencias tanto a los mitos primigenios como a aquellos específicamente relacionados con la liturgia católica. Cada elemento arquitectónico tenía su razón profunda, remitiendo a un enigma que se alcanza con dificultad. Mi interpretación sobre esta peculiaridad de esa obra estriba en las propias dudas de Le Corbusier sobre la trascendencia y lo sagrado. La arquitectura y el arte como expresión de una dificultad para entender la fe; como un proceso que conduce a un pensamiento irracional.

Púlpito en el espacio ceremonial exterior de Ronchamp. Foto: Claude05, Flickr

A media mañana decidí regresar a Suiza y para ello inicié el camino de retorno otra vez en el sempiterno ferrocarril. Disponer de uno de aquellos billetes mensuales de Inter-Rail tenía sus hipotecas. Después de pasar la tarde en Strassbourg, subí a otro tren que me llevó de vuelta a Lausanne a través de imágenes fugaces, Mulhouse, Basilea, Berna, a ritmo de insomnio y duermevela en esas condiciones incomodas que supone viajar a veces sentado y otras veces de pié en un pasillo.
Y así terminó mi aventura por el centro de Europa, entre Francia, Alemania y Suiza, un territorio tan civilizado, que destila cultura a cada paso y en el que se corren pocos riesgos. —>

4 comments to UN PERIPLO POR EL CENTRO DE EUROPA

  • Desde que estaba hacia mitad de la carrera, Ronchamp ha sido para mí el más importante referente arquitectónico. Hubo una época en que, sin haber estado nunca allí, era casi un erudito sobre la capilla. Finalmente, hará unos diez años, pude “conocerla en persona”. Ya no era un veinteañero, sino un cuarentón y no fui en Inter-rail, sino en coche, viniendo desde Suiza. Así que no subí a pie la vereda que llega hasta lo alto (debí hacerlo, pero no estaba solo) pero, cuando estuve ante esa maravilla, quedé extasiado durante un rato largo. Estuvimos unas cuatro horas y, al final, me tuvieron que sacar casi a rastras.

    La Tourette todavía no la tengo (todo se andará, espero).

  • Me bebo tus artículos y anoto lugares. Cuando vuelva por esa zona (a ver!), quisiera hacer alguna de esas visitas. Gracias Federico, por tus conocimientos y tu gesto.
    La foto del muro perforado de la Capilla me sugiere que esa obra posee un misticismo y una espiritualidad que poco tienen que ver con lo que, generalmente, se entiende por religión, una espesa carga plagada de boato, moral, prejuicios y un largo etc.
    Sólo un genio puede tener esa cabeza.

  • Anonymous

    Hola.
    Antes de nada, perdona que te escriba esto como un comentario, pero es que no vi tu email en el tu blog
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    Muchas Gracias por tu tiempo… y disculpa si no fue la mejor manera de darme a conocer.

    Un saludo.

    DAVID T.
    Webmaster de Publizida.es

  • Muy interesantes los comentarios sobre el convento y la capilla, y muy ameno el relato del periplo.
    Gracias por compartirlo.
    Un saludo.

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